El Menospreciado Padre

En todos los países occidentales, y con una calidad particular en los latinoamericanos, se celebra emocionadamente cada año el Día de la Madre. Ese día es de una importancia enorme desde que fue creado en los Estados Unidos a principios de este siglo y es verdaderamente improbable que alguien lo pueda pasar por alto o no sentirse afectado por su significación.

Desde luego, es innegable que las mayor parte de las madres de nuestros países merecen mucho más que un día de celebración y todos los homenajes que se puedan hacer a su dedicación y su coraje para enfrentar las penurias que implica la crianza de hijos en sociedades tan peligrosas y complicadas como las nuestras. Pero es muy lamentable que el Día del Padre no tenga tanta relevancia. Ese día de junio suena así como a segundo violín, a refrito o premio de consolación para que los papás no se sientan como «el hijo de la panadera».

La madre en las canciones, en los poemas, en lo sublime, en el altar de la pureza y, hasta en las ofensas (no hay insulto más grande que la afrenta a la madre), no tiene rival en la figura paterna. Esto se debe quizás a que los padres (los varones) no han sido grandes protagonistas en las heroicas gestas familiares, sino más bien imágenes conflictivas, distantes y llenas de temor ante la avasallante presencia materna.

Sin embargo, no deberíamos olvidar lo que puede significar un buen padre.
La madre da el ser y la identificación primaria del niño, pero para que esa identidad sea completa, la madre debe tener algún tipo de necesidad de la figura masculina. Ella debe tener en algún espacio de su psicología, una parte masculina valorizada o deseada, de manera que el concepto de pareja sea asimilado por su hijo.

El padre es quien hace el contrapeso a la pertenencia original del niño a la madre, es quien permite el paso hacia el concepto de individuo y facilita la adquisición de las herramientas para la autoafirmación. El niño con un padre eficiente y presente probablemente tendrá menos dificultades para abrirse paso en la vida que uno con un padre ausente, o peor aún, presente pero inmaduro e inepto.

En el caso del varón, un buen padre significa una vía para crecer por imitación e incorporación de los rasgos valorizados del hombre: La fuerza, el empuje, la constancia, el esfuerzo y la competencia. Para la hembra representa la protección, la admiración, la seguridad y la imagen positiva de una futura pareja, la cual puede convertirla en una buena madre.

Los buenos padres, desafortunadamente, no son tan numerosos como las buenas madres. Esto se debe tal vez, a los inapropiados patrones de crianza que se han usado por siglos donde los padres, por temor a la homosexualidad de sus hijos, crían a los varones como «machos» desprovistos de ternura, cargados de miedo hacia la mujer, hacia el oficio de la paternidad, con un culto a la promiscuidad y a la irresponsabilidad, llenos de excusas y explicaciones lógicas para su incapacidad: «Yo traigo el dinero y por eso soy un buen padre», «Los hijos los cría la mujer, el hombre es de la calle», «Yo estoy muy ocupado con mi trabajo», y otras monsergas no menos lamentables.

Pero un buen padre es irreemplazable. Un hombre que asume su tarea con cariño, sin miedos, sin excusas, con alegría, con firmeza sin violencia, con conciencia de la importancia de su presencia, merece tener un gran día de homenaje, al menos uno tan grande como el de la madre que él acompaña.